viernes, 19 de octubre de 2012

MÁS ALLÁ DE LA IRA DE DIOS

La ira de Dios ha oscurecido el cielo del creyente con la amenaza del infierno. En los textos sagrados se hace referencia a este lugar o estado de sufrimiento al que son abocados los pecadores. Y sin embargo, cuanto más se busca el conocimiento de Dios más difícil resulta aceptar esta ira. Si abrimos, aunque sólo sea un poco, la puerta de nuestro ego encadenado y dejamos que penetre la Luz  podemos intuir, o presentir, (aunque sea a través de las sombras de nuestra ignorancia) el Bien, la Belleza, la Compasión Poderosa, el Amor del que es y en el que todo existe. Y en esta Luz no hay sombra de ira. Entonces podemos deducir que la ira de Dios no es más que la torpe proyección de nuestra propia ira, de nuestra propia sombra.
Todos los textos sagrados, aún admitiendo su carácter de revelación, están escritos en un contexto cultural determinado. Incluso en el Nuevo Testamento encuentro textos que nos hablan de esta ira de Dios que arroja al infierno al pecador. Pero a pesar de esto, lo que descubro en la esencia del mensaje me hace atreverme a pensar que el Dios que se nos revela está más allá de la ira.
Hay un infierno que temer, el infierno al que nosotros mismos podemos arrojarnos. Para un amante, no hay infierno comparable a perder el amor del amado. Pero ante la Bondad Suprema esto no es posible: existimos por ese amor y ese amor es eterno e inmutable. Somos nosotros mismos los que podemos darle la espalda y alejarnos de él. Ese es el infierno.
Esforzarnos cada segundo por vivir con honestidad y rectitud,  intentando reflejar y realizar en nuestro ser esa misma Bondad, ese es el camino del cielo. El cielo y el infierno están dentro de nosotros. Es a nosotros mismos y a nuestra capacidad de autoengaño a quien hay que temer hasta nuestro último aliento, y atravesar confiados todas las sombras que nuestro ego pueda interponer entre nosotros y Dios. En Dios no hay sombra de ira. Es luz cálida, es vida y belleza.
Los hombres siguen alzándose unos contra otros  en nombre de la ira de Dios, como lo han hecho desde siglos, para desagraviar a su Dios o a su Mesías ante las ofensas de los no creyentes. Si contemplásemos su verdadero rostro y limpiásemos nuestro corazón de nuestra propia ira, contemplaríamos la luz de la misericordia y la paz, la luz que ilumina a todos los hombres con el sello de la fraternidad.

Imagen: Daniel Vendrell Oduber

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