Desde la primera lanza que el hombre lanzó contra el hombre, una carrera imparable hacia la autodestrucción de la especie. Carrera cada siglo más refinada, más letal. Hasta nuestros días, escudados en el invento de los daños colaterales. ¿Hasta cuándo resistiremos? ¿nos estamos aproximando al borde del precipicio?
El único antídoto es el despertar de la conciencia de pertenecer a una misma especie, aquella conciencia que se despierta en filosofías orientales en las que el individuo se siente parte de un todo, o en el mensaje de un nazareno al que condenan los poderosos y que proclamó que todos éramos iguales, hijos de un mismo Dios; o en el sueño que se plasma en tres hermosas palabras: libertad, igualdad, fraternidad. Que los maestros lo enseñen a sus alumnos, los padres a los hijos.
La violencia ha sido la mayor debilidad de nuestra especie, la mayor plaga de la Humanidad, la mayor perversión de la razón cegada por la rápida victoria sobre el enemigo vencido, pero preñado de venganza hasta la próxima batalla.
Es hora de cambiar, es hora de una resistencia pacífica pero imparable, universal, sin concesiones a la violencia, la insolidaridad y los abusos. Antes de que sea demasiado tarde. Ahora o nunca. Movimientos 15-M, Democracia Real ya, toda una marea que desemboque en un mismo río caudaloso. Releo las conclusiones del Dalai Lama para el nuevo milenio, me inspiro en ellas.
Todas las banderas, en una sola bandera.
Todas las razas, en una sola raza.
Todas las naciones, en una sola Nación.
Todos los dioses, en un solo Dios.
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