Porque
quizás no estaba en sus genes la evolución hacia un ser racional, con
inteligencia también emocional; quizás
en su evolución el destino final no era ser delfín compasivo sino hiena
salvaje.
En
vísperas de unas elecciones europeas me hago la pregunta, me indigno y también
me espanto. Porque mucho tendríamos que cambiar para dar una solución a un tal
destrozo. Destrozo de la naturaleza, destrozo de las estructuras sociales y
económicas, destrozo de toda ética, destrozo del pensamiento racional.
Aún
nos queda el recuerdo del naufragio en las costas de Lampedusa, y ahora ocurre
en nuestras fronteras: se dispara a personas que intentan llegar a nado a
tierra, y se justifica el hecho alegando que era una masa de hombres, de
cientos de hombres, que intentaban pasar la frontera; y se construyen muros y
alambradas con cuchillas, aquí y allá, por un muro que se abate, el del Berlín
¿cuántos otros se construyen?
Cuando
hombres y mujeres se juegan la vida en las fronteras, en todas las fronteras,
la pregunta es de qué pretenden escapar y qué pretenden encontrar. Que cada una
se responda, todas sabemos la respuesta.
Las
preguntas que debemos responder entre todas son otras:
¿Qué
queremos? ¿Qué estamos dispuestas a aceptar? Ya se van perfilando respuestas,
como en Suiza, donde el pueblo decide defender lo suyo y limitar la entrada de
ciudadanos europeos (¿que harían si tuvieran frontera con Marruecos?); o el
ascenso del partido de Le Pen en Francia; o las explicaciones de nuestro
Ministro de Interior. Hay un denominador común: nos quitamos las caretas
humanitarias y a defender lo nuestro. Los del otro lado de la alambrada,
sencillamente una amenaza de otra especie. Lo de “humanidad” nos queda grande,
y nos hacemos un traje a medida con nuestra bandera.
¿Y
quiénes nos gobiernan, quiénes nos conducen? No voy a enumerar los casos de
corrupción y la impunidad de los que tienen el poder; la riqueza que acaban
acumulando durante y después de su paso por la política (¡ese ejercicio de
compromiso por el interés común!) y la pedagogía corruptora que ejercen sobre
los ciudadanos. ¿Alguien puede creer que van a mover un dedo por otra cosa que
no sea aferrarse al sillón que los nutre y aleja de las miserias del común de
los mortales? No todos, cierto, que en medio de este lodazal hay héroes que
siguen conservando la conciencia. Ahora me viene a la memoria Pepe Mújica, el
Presidente de Uruguay, y algunos otros, aquí y allí, también en nuestro país.
¿Y
nosotras, qué poder tenemos? En mi opinión, nuestro mayor poder es elegir
rehumanizarnos, desde nuestro interior, y en círculos concéntricos: casas,
calles, barrios, ciudades. Participar, sobre todo, participar. No rendirse, no
resignarse, por poco que sea lo que podamos hacer, por imperfecto que sea:
hacerlo, lo que cada una pueda.
Tenemos
los medios, hoy la ciencia y la técnica tienen poder de cambiar las cosas:
acabar con el frío, con la pobreza energética, con el hambre, con muchas
enfermedades, con el dolor, aliviarlo compasivamente. Sólo hace falta voluntad
política, cambiar las estructuras de poder, económicas y sociales. Otra
economía es posible, otra sociedad. Los intereses de unos pocos lo impiden, y
tiemblan al tenerse que quitar las caretas ante una masa crítica enfurecida: no
son humanos, y lo que es peor, quizás tampoco nosotras lo seamos ya, quizás
también hayamos empezado a evolucionar hacia la especie de las hienas.
¿Qué
nos hace humanos? Algo que se mueve en la profundidad azul del océano, en los
arrullos de los delfines y en su compasión. Una conciencia empática, que nos
hace cuidarnos unos a otros, una inteligencia que nos hace descubrirnos parte
de una misma especie y de una misma naturaleza, una inteligencia que nos hace
prever el futuro y anticipar las consecuencias de nuestros actos. Lo podemos
llamar espiritualidad o conciencia universal. Ni patria, ni rey, ni dios (todo
con minúscula). Una única y hermosa palabra con mayúscula.
Mañana, 16 de febrero, marcha desde Alcorcón, los Castillos, hasta la Plaza Mayor de Madrid, en defensa de los servicios públicos.