"Deambulé
por el apartamento. No quería entrar en la habitación de mi hija
Laura, y al mismo tiempo me moría de ganas por hacerlo. Me quedaré
en mi cuarto, me dije. Junto al escritorio frente a la ventana, entre
libros y papeles. Oyendo el mar con los ojos cerrados mientras sentía
el aire empapado de salitre entrar en mi garganta. Me escocían los
ojos, y tenía un regusto amargo de sal en la boca. Sobre la mesa
estaba mi último libro casi terminado. Ahora no sé si podré
concluirlo alguna vez. Quizás lo haga, por mi hija. Porque a ella le
gustaban esas historias cuando era niña. Léeme lo que has escrito,
me pedía. Y se reía a carcajadas, se sentaba en mi sillón, o más
bien se acurrucaba. Sólo escribiré cosas que hagan reír, me decía
a mi misma cada vez que la veía así, retorciéndose de risa. No
pude leerle los últimos capítulos, los que tanto me costó
escribir: les faltaba su risa".
(Miel de acacias)
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