Uno de los
reproches a los distintos partidos políticos que nos han gobernado es el de no
haber cumplido el programa prometido en las campañas electorales. Por eso estoy
de acuerdo en la necesidad de ser honestos y transparentes a la hora de
elaborarlo y hacerlo público.
Es muy
importante distinguir entre el objetivo óptimo que se pretende alcanzar y los
objetivos parciales y posibles que podemos alcanzar, y así hay exponerlos en el
programa. No siempre lo mejor es lo bueno.
Ocurre con el
laicismo, como con otros puntos de un programa, que podemos defenderlo con
razonamientos e imponerlo por la fuerza cuando alcancemos el poder. Pero ambos
pasos son discutibles. En primer lugar, nadie nunca puede tener la certeza de
que su argumento es perfecto. La razón, aún siendo uno de los mejores atributos
del ser humano, es imperfecta. Nadie posee la verdad absoluta, la visión
completa de todos los puntos de vista. En segundo lugar, el imponer algo por la
fuerza es eficaz solo a corto plazo, es una victoria temporal preludio de un
futuro enfrentamiento. Y la razón de la fuerza no es la mejor ni mucho menos.
Así entramos en una espiral interminable de violencia.
Démosle una
oportunidad a la democracia y a la paz. La paz es el camino, y la democracia
real su mejor instrumento. Digamos y hagamos lo que creemos que debemos hacer,
con valor y paciencia. No todo ahora, sino contando con los sentimientos de
todas las personas, buscando consensos, no destruyendo lo positivo que existe en la religión. Dando tiempo a que la conciencia social
despierte. Y creyendo siempre en la riqueza de la diversidad.
No se trata de
claudicar de nuestros principios, se trata de luchar por ellos de modo
diferente al modo como otros impusieron los suyos. No hagamos lo que todos hacen cuando alcanzan el poder: dominar. Me tacharéis de ingenua, de que así
no se hace política. Pero es que esta política es la que la gente ha repudiado.
Inventemos el futuro, somos capaces.
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