Presencié la escena hace años, en el metro de Paris. En la superficie los franceses celebraban elecciones, izquierda y derecha se unían sobresaltadas ante el avance de Le Pen y su discurso xenófobo. En los túneles los hombres y mujeres se apretujaban grises en los vagones. De todos los colores, de todas las razas, así eran los viajeros. No de todas las clases sociales, eso no. Trabajadores la mayoría.
La mujer sentada enfrente de mí tenía el aspecto desaliñado de una mendiga. Palpaba con dedos amoratados el dobladillo de su chaqueta en el que se adivinaba el contorno de unas monedas. Al levantarse para salir, una moneda resbaló al suelo. Un muchacho de aspecto magrebí la recogió e hizo un gesto para devolvérsela, pero demasiado tarde: la mujer se alejaba por el andén. Las puertas del vagón se cerraron. El muchacho volvió a sentarse con la moneda entre sus dedos. Otro muchacho había entrado en aquella estación: alto y encorvado, pálido de piel y de mirada, muy azul, con el pelo rubio y ondulado cayéndole sobre los hombros. Extendió la mano y avanzó entre los viajeros desgranando la retahíla de sus desdichas, entonces el joven magrebí le entregó la moneda, y sus manos se rozaron.
Ese es el infierno, ese es el cielo. Ese es el mensaje, esa es la respuesta. Los cristianos celebramos la Pascua. Pero la Pascua, la auténtica Pascua, es de todos. Es atravesar el infierno alargando la mano al otro, sintiendo su pena y compartiendo lo mucho o poco que tengamos. Así caminó Jesús, así nos enseñó a tejer el puente para atravesar este valle de lágrimas, la mano en la mano, hombro con hombro. Así nos hizo descubrir la esperanza y la fuerza.
Feliz Pascua, hermanos.
se que te sale del alma.
ResponderEliminarun beso
miguel