_ ¿Dios es de todos?
La edad mágica, los cinco
años, y sus preguntas maravillosas. Sencillas, directas, impactantes. Como un
empujón suyo, jugando, de esos que te hacen caer sentada en el suelo.
_Sí_ respondo después de
un instante de asombro.
Un instante en blanco, en
el que todos los colores del arco iris se abrazan en uno.
_ De todos, como el sol
que sale en lo alto para todos y a todos les da su luz, como la lluvia que cae
sobre todas las personas de todas las tierras, como el aire que respiramos y no
vemos pero nos da la vida, es todo lo bueno y todo lo bello que hay en nuestros
corazones. Aunque hay algunos cabezones que piensan que son los únicos buenos y
que Dios es sólo de ellos. Pero Dios es de todos.
Mi pequeño filósofo se
queda tranquilo. Y yo abro el libro de un maestro hindú, Swami Sivananda, y
copio sus palabras:
“No hay nada que el mundo
necesite actualmente más que el entendimiento mutuo. El entendimiento tiene
lugar cuando las personas se encuentran al mismo nivel, al mismo tiempo, con
auténtico afecto, sinceridad y tolerancia”[1]
Hay que empezar desde
dentro, a cambiar. Todas y cada una, todas juntas. Entonces el mundo cambiará.
Reconozco en la pregunta
infantil el sentimiento de exclusión que provocan las religiones en tantas
personas: exclusión del punto de encuentro que debería suponer el sentimiento
religioso, la espiritualidad.
No reniego de la
religión, no pretendo que nadie lo haga. Reniego de su perversión, de su
manipulación, del carácter exclusivista que hace que una religión se presente
como el único camino, hasta el punto de condenar a toda persona que no la
admita como la única verdadera.
_ ¿Qué es la yihad?
Me pregunta en otra
ocasión (ya sabe leer y lo ha visto en la primera página de un periódico).
Se lo explico como puedo.
_ Pero ¿cómo pueden
matar, hacer daño en nombre de Dios, si Dios es una cosa buena?
La lógica implacable de
un niño, reconozco, orgullosa de la sabiduría de mi pequeño filósofo.
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