Toda mi vida educando, a mis hijos, a mis alumnos. Y ahora que soy abuela, voy recapitulando, descubriendo lo que realmente es educar. Hay que educar con paciencia, y no hay paciencia con prisas. Hay que tomarse el tiempo de escuchar al niño, a la niña, el tiempo de observar lo que no dicen las palabras, lo que dicen los ojos, los labios, las manos. Y para eso hace falta calma. El tiempo de permanecer sentada a su lado, sin hablar, por si el pequeño desea hacernos alguna confidencia, o simplemente contarnos cómo juega con su peonza. Hay que educar desde el pequeño, no desde nosotras mismas. No debemos proyectar lo que nosotras somos o quisiéramos ser, sino descubrir lo que el pequeño es y sueña llegar a ser. Las palabras no convencen por ser pronunciadas más fuerte, pueden sobresaltar o atemorizar. Pero no educar. Educa la palabra serena, no el fruto de un enfado o un ataque de nervios; la palabra firme siempre verdadera y leal, la palabra que se cumple para bien o para mal, pero se cumple; la palabra que tiene la autoridad de la edad, el conocimiento y sobre todo el amor y la entrega, la palabra humilde del que sabe que todos somos buscadores de la verdad desde que nacemos hasta nuestro último día. Educar es hacer descubrir al pequeño su grandeza, su belleza, descubrir que es único en el mundo, y que su vida es un regalo para todas. Educar no puede ser nunca humillar, humillar es destruir y aplastar a una criatura. No, jamás humillar y abusar del poder, es todo lo contrario. Nunca se debe castigar un error o una debilidad: el error hay que corregirlo y aprovecharlo cómo una ocasión de aprender; y la debilidad hay que aceptarla con toda la ternura de nuestro corazón y hacer brotar de ella la fortaleza escondida en cada una de nosotras. Las culpas no hay que castigarlas según el enfado o perjuicio que nos causan sino según su gravedad, y el castigo debe mostrarse como la consecuencia lógica que todas la acciones acarrean: sin ira pero con la mayor firmeza del mundo, para que el pequeño aprenda que todo es una cadena de causa-efecto, y que nuestras malas acciones nos perjudican principalmente a nosotras mismas. Me atrevo a decir que no hay más hermosa tarea que educar, que el grado de felicidad de las personas y de la sociedad dependerá del tipo de educación que reciban. Y que por encima de todos los afanes, de todos las inquietudes y aspiraciones, de todos los miedos y deseos, debemos detenernos un instante, tomarnos el tiempo de preguntarnos: ¿Cómo estamos educando?
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