“¿Dios es de todos?” me preguntó con cinco años. Sí, Dios es
de todos, le contesté. Y aprendí mucho de su pregunta infantil.
Aprendí el sentimiento de exclusión de tantas personas que provocan
las religiones: exclusión del punto de encuentro que debería suponer el
sentimiento religioso, la espiritualidad.
No reniego de la religión, no pretendo que nadie lo haga.
Reniego de su perversión, de su manipulación, del carácter exclusivista que
hace que una religión se presente como el único camino, hasta el punto de
condenar a toda persona que no la admita como la única verdadera. Me horrorizan
los crímenes cometidos en nombre de Dios, a lo largo de toda la historia hasta
nuestros días.
Soy cristiana, creo en Dios, creo en Jesús. Agradezco a las
instituciones que han conservado y trasmitido a lo largo del tiempo el
Evangelio, pero es justamente esta buena noticia la que me hace comprender que
Dios es todo eso que me han enseñado, y es mucho más: y en ese más nos
encontramos todas. No puedo pensar en Jesús más que como ese infinito, inmenso,
gozoso, punto de encuentro.
Más allá de las
distintas percepciones e intentos de explicar lo inexplicable, más allá de todo
lo que nos diferencia y nos enfrenta, más allá de tanto dolor y sufrimientos
que padecemos y que también provocamos, más allá está ese punto de encuentro,
ese abrazo que nos devuelve la inocencia. Nos devuelve la esperanza, el coraje
de seguir, de aceptar nuestra tarea y hacerla de corazón sabiendo que no
estamos solas. Yo le llamo Jesús, pero sé que hay tantos nombres como estrellas
en el cielo. Porque sé que es de todas.
Feliz Pascua.
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