Reflexionando sobre el sentido de la Navidad, me ha venido a la mente una de las más bellas imágenes que he descubierto: la vasija rota, recompuestos sus pedazos con oro. Es el arte Kintsugi, arte japonés de reparar de este modo los objetos rotos. De esta forma el objeto adquiere un mayor valor.
Con el paso del tiempo mi visión de la realidad y de las personas cambia: cada vez descubro más personas rotas. Todas, de algún modo, lo estamos. Todas tenemos alguna tara, todas escondemos alguna pena, alguna pérdida, o lamentamos el mal que causamos o el bien que dejamos de hacer. Nuestros cuerpos enferman, o siempre han estado enfermos, siempre ha habido una enfermedad latente en algún rincón, conviven o en-viven en nuestro cuerpo virus y bacterias durmientes o apaciguadas, y en cualquier caso nuestro reloj biológico se puso en marcha en el mismo momento en que fuimos concebidas consumiendo un tiempo finito. No poseemos la verdad, ni la sabiduría, ni el poder. Así somos, todas. Ni Reyes, ni Emperadores, ni Diputados, ni Presidentes, ni Papa se libran. No veo motivo de veneración ni de inclinar la cabeza ante ninguno.
¿Habrá algún dios en quien creer? Lo descubro en la vasija rota, contemplada con la esperanza y la ternura que la repara y la revaloriza. Lo descubro en el mensaje que llega de antiguo, cuando se veneraban como dioses a los emperadores y nos señaló que dios era aquel niño refugiado que no encontraba hogar y nació en un pesebre. Por supuesto que el mensaje encolerizó a los poderosos, y terminaron asesinando a aquel niño cuando empezó a anunciar que todos éramos hermanos, que él también era dios y que todos lo éramos. Era, es, la ternura que nos repara y revaloriza. Nada es irrompible, nada es desechable. Ha muerto el emperador, ha nacido un niño. Y su sonrisa nos anuncia que hay esperanza.
imagen. juananolipnl.blogspot.com
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