De nuevo me encuentro con el dilema de los opuesto, entre la figura del buen salvaje a quien la sociedad pervierte o la del hombre como un lobo para el hombre. Y de nuevo busco el equilibrio entre estos opuestos. Las personas son buenas y malas, por decirlo con palabras sencillas.
No podemos caminar por la vida pensando que todo el mundo es bueno, ni siquiera lo somas cada una de nosotras. Ni podemos caminar con la espalda pegada a la pared, temiendo que cualquier prójimo pueda pegarnos una puñalada traicionera. Y aquí se me ocurre que la Navidad puede significar esta armonía porque supone otra mirada sobre los demás y sobre cada una de nosotras mismas: la mirada de la ternura.
La mirada de la ternura nos descubre que somos seres dignos de ser amados, eso significa la Navidad. No porque seamos una maravilla ni mucho menos, sino porque somos dignos de ser amados con nuestras luces y nuestras sombras.
Dice un proverbio ruandés que la belleza está en los ojos del que mira, yo añadiría que también lo está la bondad. Es la mirada lo que transforma la realidad. Una mirada que sabe ver en el niño, y el adolescente promesas, y en el anciano y el enfermo todos los recuerdos hermosos del pasado. La mirada llena de memoria y de paisajes anticipados. La mirada que ahonda en los ojos del otro hasta descubrir y afirmar la luz escondida de belleza y bondad que late en todas las personas. Esa mirada transforma al que mira y al que es mirado.
La realidad la transforma la acción, es cierto. Pero la acción no es positiva sino la precede la mirada que descubre y afirma la belleza en una misma y en todos los seres, a pesar de todo.
Feliz Navidad.
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