La mente humana es diseccionadora y
desintegradora, va parcelando la sociedad, y enfrentando cada parcela a la
vecina: enfrentamientos por diferencias en la concepción del mundo, por el
sexo, por la raza o la nacionalidad, por la lengua, por la clase social, por la
casta. El error no está en esta disección sino en que debería ir más lejos para
descubrir la verdadera esencia de la sociedad: cada individuo, único e
irrepetible, sea hombre o mujer, sea cual sea su religión, su raza, su
nacionalidad, su lengua, su clase social, su casta. Para regenerar el sistema
social hay que desmontar este parcelamiento, y desmontarlo no para concebir la
sociedad como un bloque granítico unitario sino más bien para profundizar hasta
llegar a la maravilla de la unicidad de cada persona y la inconmensurable
riqueza de la diversidad.
La dignidad y la grandeza de una persona no
depende de que sea obrero o empresario, intelectual o trabajador manual:
depende de que desarrolle su capacidad sin menosprecio de la capacidad del
otro, que se realice como persona en su actividad y que contribuya al bien
común, y esto es aplicable para todas las personas. No hay que menospreciar
ninguna capacidad, al contrario, hay que estimularla premiando el esfuerzo, el
trabajo y la valía; ni hay que sustraer al bien común la capacidad de cada
persona pueda aportar.
Todas las personas somos diferentes, todas somos
necesarias, los empresarios y los obreros, los intelectuales y los artesanos.
Cada vez que excluimos a alguien porque no es de “los nuestros” perdemos todas.
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